Por Camaleón
Hoy en día es común, en nombre del empoderamiento institucional, afirmar que la máxima autoridad es la asamblea. Incluso algunas juntas directivas se consideran la autoridad suprema, con poderes casi omnímodos. Pero esto no es más que un sofisma: la verdadera máxima autoridad de cualquier organización son sus estatutos —siempre que estén bien redactados, claramente expuestos y correctamente aplicados.
Por eso, la elaboración de buenos estatutos exige máxima experticia y una redacción minuciosa, adecuada y rigurosa, precedida por una definición precisa de la naturaleza y misión de la institución.
El mismo estatuto debe establecer su vigencia y los mecanismos concretos para su reforma, entre muchos otros aspectos esenciales.
Máxima alerta ante quienes llegan hoy a las instituciones con «fiebres reformistas», que en muchos casos no buscan más que adaptar las normas a los intereses de unos pocos. Pero también se requiere precaución con aquellas asambleas que, de forma ligera, van aprobando reformas estatutarias sin medir la trascendencia del acto que realizan.
Salvemos nuestras instituciones.