4. Por eso, Señor Dios, hasta considero un gran beneficio no poseer muchas de esas cosas por las cuales los hombres pueden honrarme y alabarme. Por lo tanto, cualquiera que mire a su pobreza y a la vileza de su persona, no debe concebir un sentimiento de congoja, de tristeza o de abatimiento, sino de consuelo y de grande serenidad, porque tú, Señor, a los pobres y a los despreciados por el mundo, los has acogido como tus más íntimos amigos.

Testigos son tus mismos apóstoles a quienes constituiste príncipes sobre toda la tierra (Sal. 44, 17). Y sin embargo pasaron por este mundo sin emitir quejas y fueron tan humildes y sencillos, tan simples e inocentes, que se alegraban por haber sido dignos de ser ultrajados por tu nombre (He. 5, 41) y abrazaban con gran afecto lo que los hombres detestan.

Para el que te ama y aprecia tus dones nada le debe ser tan agradable como el cumplir en sí mismo tu voluntad y lo que dispone tu divino beneplácito. Lo cual le ha de consolar de tal forma que desee de corazón ser el menor de todos como otro desearía ser el mayor, y tan tranquilo y contento ha de estar en el último lugar como si ocupara el primero. Debe, además, aceptar voluntariamente ser menospreciado y desechado, sin gloria ni honra, como ser ensalzado por encima de todos y considerado el más digno de los hombres.

El deseo de cumplir tu voluntad y el amor de tu gloria deben superar cualquier aspiración y una persona se ha de consolar y contentar más con esto que con todos los beneficios recibidos o por recibir.

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Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.