CAPITULO IV

De la recolección de frutos y de cómo deben alimentarse los trabajadores.

Es el amanecer de un día de junio;
El sol no asoma, pero ya blanquea
Por el oriente el aplomado cielo,
Con la sonrisa de su luz primera.

Ya dio el gurri su fúnebre chillido
Largo y agudo, en la vecina selva;
Ya la Roza se va cubriendo en partes
Con los jirones de su chal de nieblas.

Lanza la choza cual penacho blanco
La vara de humo que se eleva recta;
Es que antes que el sol y que las aves
Se levantó, al fogón, la cocinera.

Ya tiene preparado el desayuno
Cuando el peón más listo se despierta;
Chocolate de harina en coco negro
Recibe cada cual, con media arepa.

Con un costal terciado cada uno
Todos saliendo van; sólo se queda
El muchacho que debe cargar agua,
Fregar los trastos y rajar la leña.

Van a coger frisoles; por la Roza
Los peones sin orden se dispersan
Cogiendo a manotadas los racimos
Que de las matas enredados cuelgan.

Los chócolos picados por las aves
Cogen también, y los que están en tierra
Echan en el costal y los revuelven
De los frisoles con las vainas secas.

El que llena su tercio a vaciarlo
Va en el rancho, y se vuelve a la faena;
Y llenando y vaciando sus costales
Siguen sin descansar hasta que almuerzan.

Mientras que van y vuelven los peones
Que han almorzado ya, la cocinera,
Infatigable y siempre con buen modo,
Se ocupa sin cesar en sus tareas.

En la misma cuyabra aparadora
Pone el maíz a remojar, y deja
La mitad para hacer la mazamorra,
La otra mitad para moler la arepa.

Era la cocinera una muchacha
Agil, arrutanada, alta y morena,
Que su saya de fula con el chumbe
En su cintura arregazada lleva.

Descubiertas los brazos musculosos
Y la redonda pantorrilla muestra
Con inocente libertad, pues sabe
Que sólo para andar sirven las piernas.

Medio cubre su seno prominente
La camisa de tira de arandela,
En donde se sepulta su rosario
Con sus cuentas de oro y su pajuela.

Un poco cortas, negras y brillantes,
De su crespo cabello las dos trenzas,
Rematando sus puntas en cachumbos,
Graciosamente por la espalda cuelgan.

Pero vedla cascando mazamorra,
O moliendo en su trono, que es la piedra;
A su vaivén cachumbos y mejillas,
Arandelas y seno, todo tiembla.

Arreglado el fogón alza dos ollas,
Y los frisoles echa en la pequeña;
Va en la grande a poner la mazamorra,
De su quehacer la operación más seria.

Se moja en agua-masa las dos manos,
Las pone encima de ceniza fresca,
Las sacude muy bien, y en la agua-masa
Las lava luego y la ceniza deja.

De agua-masa y arroz llena la olla,
Le echa la bendición, y la menea
Con el ahumado mecedor de palo;
Sopla el fogón y aviva la candela.

Acaba de moler, y con la masa
Va extendiendo en las manos las arepas,
Que coloca después en la cayana;
Ya tostadas de un lado, las voltea.

Y luego las entierra en el rescoldo,
Y brasas amontona encima de ellas,
Y chócolos encima de las brasas
Pone a asar recostados a las piedras:

Estos se van dorando poco a poco;
Los granos al calor se caponean
Y exhalan un olor…. que aun los peones
Cuando vienen, un chócolo se llevan.

A las dos de la tarde suena el cacho
Para que todos hacia el rancho vengan,
Pues ya está la comida. Van llegando
Y en el suelo sentados forman rueda.

El muchacho que ayuda en la cocina
Reparte a los peones las arepas;
De frisoles con carne de marrano
Un plato lleno a cada par entrega.

En seguida les da la mazamorra,
Que algunas de ellos con la leche mezclan;
Otros se bogan el caliente claro
Y se toman la leche con la arepa.

Medio cuarto de dulce melcochudo
Les sirve para hacer la sobremesa,
Y una totuma rebosando de agua
Su comida magnífica completa.

¡Salve, segunda trinidad bendita,
Salve, frisoles, mazamorra, arepa!
Con nombraros no más se siente hambre.
«¡No muera yo sin que otra vez os vea!»

Pero hay ¡gran Dios! algunos petulantes,
Que sólo porque han ido a tierra ajena,
Y han comido jamón y carnes crudas,
De su comida y su niñez reniegan.

Y escritores parciales y vendidos 
De las papas pregonan la excelencia,
Pretendiendo amenguar la mazamorra,
Con la calumnia vil, sin conocerla.

Yo quisiera mirarlos en Antioquia
Y presentarles la totuma llena
De mazamorra de esponjados granos,
Más blancos que la leche en que se mezclan;

Que metieran en ella la cuchara,
Y la sacaran del manjar repleta,
Cual isla de marfil que flota en leche,
Coma mazorca de nevadas perlas;

Y que dejando chorrear el claro
La comieran después, y que dijeran,
Si es que tienen pudor, si con las papas
Alguno habrá que compararla pueda.

¡Oh, comparar con el maíz las papas,
Es una atrocidad, una blasfemia!
¡Comparar con el rey que se levanta
La ridícula chiza que se entierra!

Y ¿qué dirían si frisoles verdes
Con el mote de chócolo comieran,
Y con una tajada de aguacate
Blanda, amarilla, mantecosa, tierna….?

¿Si una postrera de espumosa leche
Con arepa de chócolo bebieran,
Una arepa dorada envuelta en hojas,
Que hay que soplar porque al partirla humea?

Y la natilla…. ¡Oh!, la más sabrosa
De todas las comidas de la tierra,
Con aquella dureza tentadora
Con que sus flancos ruborosos tiemblan….

¡Y tú también, la fermentada en tarros,
Remedio del calor, chicha antioqueña!
Y el mote, los tamales, los masatos,
El guarrús, los buñuelos, la conserva…

¡Y mil y mil manjares deliciosos
Que da el maíz en variedad inmensa….!
Empero, con la papa, la vil papa,
¿Qué cosa puede hacerse….? No comerla.

A veces el patrón lleva a la Roza
A los niños pequeños de la hacienda,
Después de conseguir con mil trabajos
Que conceda la madre la licencia.

Sale la turba gritadora, alegre,
A asistir juguetona a la cogienda,
Con carrieles y jíqueras terciados
Cual los peones sus costales llevan.

¿Quién puede calcular los mil placeres
Que proporciona tan sabrosa fiesta….?
¡Amalaya volver a aquellos tiempos,
Amalaya esa edad pura y risueña!

Avaro guarda el corazón del hombre
Esos recuerdos que del niño quedan;
Ese rayo de sol en una cárcel
Es el tesoro de la edad proyecta.

También la juventud guarda recuerdos
De placeres sin fin…. pero con mezcla.
Las memorias campestres de la infancia
Tienen siempre el sabor de la inocencia.

Esos recuerdos con olor de helecho
Son el idilio de la edad primera,
Son la planta parásita del hombre,
Que aún seco el árbol, su verdor conservan.

Pero en tanto vosotros, pobres socios
De una escuela de artes y de ciencias,
Siempre en medio de libros y papeles
Y viviendo en ciudades opulentas;

Nacidos en la alcoba empapelada
De una casa sin patios y sin huerta,
Que jamás conocisteis otro árbol
Que el naranjo del patio de la escuela;

Vosotros ¡ay! cuyos primeros pasos
Se dieron en alfombras y en esteras,
Y lo que es más horrible, con botines,
Vosotros que nacisteis con chaqueta;

Vosotros, que no os criasteis en camisa
Cruzando montes y saltando cercas,
¡Oh, no podéis saber, desventurados,
Cuánta es la dicha que un recuerdo encierra!

¿Con cuál, decidme, alegraréis vosotros
De la helada vejez las horas lentas,
Si no tuvisteis perros ni gallinas
Ni disteis muerte a patos ni culebras?

No endulzarán vuestros postreros días
El sabroso balar de las ovejas,
De las vacas el nombre, uno por uno,
La imagen del solar, piedra por piedra;

Las sabaletas conservadas vivas,
Sirviendo de vivero una batea;
Las moras y guayabas del rastrojo,
El columpio del guamo de la huerta;

La golondrina a la oración volando
Al rededor de las tostadas tejas,
La queja del pichón aprisionado,
La siempre dulce reprensión materna;

La cometa enredada en el papayo,
Los primeros perritos de Marbella….
En fin…. vuestra vejez será horrorosa,
Pues no habéis asistido a una cogienda.

CAPITULO III