Señor y Dios mio, tú eres todo mi bien. ¿Quién soy yo para que me atreva a hablarte?

Yo soy un siervo tuyo muy pobre y muy pequeño, un miserable gusanito, mucho más necesitado y despreciable de lo que yo sé y puedo decir.

Acuérdate de tus misericordias (Sal. 24, 6) y llena mi corazón de tu gracia, ya que no quieres que sean inútiles tus obras.

¿Cómo podré sostenerme en esta miserable vida si no me conforta tu misericordia y tu gracia?

No apartes tu rostro de mí, no postergues tu visita, no desvíes tus consuelos para que no quede mi alama como una tierra que tiene sed de ti (sal. 142, 6).

Señor, enséñame a cumplir tu voluntad (Sal. 142, 10); enséñame a conversar contigo digna y humildemente porque tú eres mi sabiduría. Tú, todo lo sabes de mí, porque me conoces en lo más íntimo, me conocías antes de que el mundo existiera y antes de que yo naciera.

Lea también: Escribe mis palabras en tu corazón y medítalas con diligencia

Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.