1. ¡Qué grande es la bondad, Señor, que reservas para los que te temen! (Sal. 30, 20).

Cuando pienso, Señor, en las almas piadosas que se acercan a tu sacramento con grandísima devoción y con ferviente amor, siento una íntima confusión y me avergüenzo de mí mismo al considerar la tibieza y la frialdad con que voy a tu altar y a la mesa de la sagrada comunión.

Me avergüenzo por tener el corazón tan árido y tan insensible, por no abrasarme en tu presencia, Dios mío; por no sentir esa vehemente atracción y ese amor que experimentaban muchos devotos que por el vivísimo deseo de comulgar y el elevado amor que los inflamaba no podían detener las lágrimas.

Con la boca del corazón, juntamente con la del cuerpo, anhelaban íntimamente recibirte a ti, fuente viva, y no podrían calmar o saciar su sed de otro modo que recibiendo tu cuerpo con plena alegría y espiritual avidez.

Lea también: Este es mi único anhelo, Señor: que mi corazón esté unido al tuyo

Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.