2. Llora y duélete amargamente por ser todavía tan carnal y mundano, tan poco mortificado frente a las pasiones y tan propenso a secundar los impulsos de las malas inclinaciones.

Duélete de ser tan poco diligente en mortificar los sentidos exteriores y tan alocado en correr tras las vanas imaginaciones, tan fuertemente inclinado hacia las cosas materiales y tan negligente para las espirituales; tan fácil a la risa y la compunción; tan pronto para seguir la relajación y las comodidades materiales y tan perezoso para abrazar una vida austera y fervorosa.

Duélete también por ser tan curioso en oír novedades y mirar cosas bellas y tan remiso en abrazar lo humilde y despreciable; tan ávido por poseerlo todo y tan avaro en dar y tan tenaz en guardar; tan inconsiderado en hablar y tan incapaz para estar callado; tan indiscreto en las acciones; tan intemperante en los alimentos y tan cerrado a la palabra de Dios.

Duélete, además, por ser tan veloz para el descanso y tan lento para el trabajo; tan despierto para no perder los detalles de una conversación frívola y tan dormido cuando se trata de cumplir con la obligación de la meditación; tan impaciente por llegar al fin y tan distraído durante el deber; tan desaplicado en el reo del Oficio, tan tibio para celebrar y tan árido en comulgar, tan fácil para la distracción y tan raras veces recogido.

Duélete, en fin, por ser tan prontamente arrebatado por la cólera y tan propenso en herir a los demás; tan inclinado a emitir juicios y tan áspero en reprender; tan alegre en la prosperidad y tan cobarde en la adversidad; tan fácil en formular proyectos de muchas obras buenas y tan incapaz de realizar siquiera una.

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Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.