3. Que no me hable, pues, Moisés, sino tú Señor, Dios mío, eterna verdad, para que no me muera y quede estéril al ser solamente adoctrinado en lo exterior y no inflamado en el interior.

Que no sea causa de condenación la palabra oída y no practicada, conocida y no amada, creída y no guardada.

Por lo tanto: Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Sam. 3, 10), porque tú dices palabras de vida eterna (Jn. 6, 68).

Háblame para dar algún consuelo a mi alama, para que reforme toda mi vida y para alabanza, gloria y honra de santo nombre.

Lea también: Enseñan el camino y tú das energías para recorrerlo

Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.