3. Al recordar estas maravillas, cualquier alegría, aunque sea espiritual, se me vuelve en desagrado, porque, todo lo que veo y escucho en el mundo, lo considero sin valor hasta que no llegue a contemplar abiertamente a mi Señor en su gloria.

Tú, Dios, eres testigo de que ninguna cosa puede consolarme, de que ninguna criatura puede darme descanso, sino, sólo tú, Dios mío, a quien deseo contemplar por la eternidad.

Pero esto no se puede alcanzar mientras yo viva en este cuerpo mortal, y por eso es necesario que me resigne a practicar una gran paciencia y a someterme a ti con todos mis deseos.

También tus santos, Señor, que ahora se regocijan en el reino de los cielos, cuando vivían en esta tierra, esperaron con gran fe y con mucha paciencia la venida de tu gloria. Lo que ellos creyeron, también yo lo creo; lo que ellos esperaron, también yo lo espero; adonde ellos llegaron, también confío, por tu misericordia, llegar yo un día.

Entretanto caminaré alumbrado por la fe y animado por los ejemplos de los santos. También tendré siempre a mi alcance los libros santos como consuelo (1 Mac. 12, 9) y espejo de mi vida. Pero, por sobre todo, tendré tu sacrosanto cuerpo como único remedio y refugio.

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Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.