1. Señor, confiando en tu bondad y en tu gran misericordia, yo, enfermo, me aproximo a ti, mi Salvador; me acerco como un hambriento y un sediento a la fuente de la vida, como un pobre al rey del cielo, como un siervo a su señor, como una criatura a su Creador, como un afligido a mi piadoso consolador.

Mas, ¿por cuál motivo se me da que tú vengas a mí? (cfr. Lc. 1, 43). ¿Quién soy yo para que tú te entregues a mí? ¿Cómo se atreve un pecador aparecer ante ti? Y tú, ¿por qué te dignas acercarte a un pecador?

Tú conoces a tu siervo y sabes muy bien que en él no hay nada que lo haga merecedor de tan señalado beneficio. Confieso mi bajeza; reconozco tu bondad; glorifico tu misericordia y te rindo gracias por tu inmensa caridad. Porque no es por mis méritos que tú haces esto, sino por tu amor, para que tu bondad me sea más evidente, me sea fácil tener una mayor caridad y pueda practicar más perfectamente la humildad.

Como esto es lo que tú quieres, y así mandaste que se hiciera, a mí también me agrada complacerte y ojalá que mi maldad no me lo impida.

Lea también: Gracias, buen Jesús, pastor eterno

Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.