5. Señor, cuán íntimo es mi sufrimiento cuando, en mi interior, al rezar pienso en las cosas de cielo y me interrumpe un tropel de argumentos mundanos. Dios mío, no te alejes de mí (Sal. 70, 12), no rechaces con cólera a tu siervo (Sal. 29, 9). Lanza tus rayos y desparrama la turba de mis enemigos, envía tus saetas y desordena todas las asechanzas del enemigo (Sal. 143, 6).

Haz que mis sentimientos se concentren en ti, olvide todo lo que pertenece al mundo y rechace y desprecie aún las sombras del vicio. Ayúdame, eterna Verdad, para que no me haga tambalear ninguna vanidad. Ven, dulzura celestial, para que frente a ti huya de mí toda impureza.

Todavía más. Perdóname y olvida en tu misericordia todas las veces que en la oración pienso en algo que no seas tú. Con toda verdad te confieso, que estoy expuesto a muchas distracciones. Con frecuencia no me encuentro en el lugar en el cual mi cuerpo se halla parado o sentado, sino donde me llevan mis imaginaciones.

Estoy donde está mi pensamiento y mi pensamiento está preferentemente en el lugar donde se halla lo que yo amo. Lo que con mayor facilidad se presenta a mi mente es lo que más satisface a mi naturaleza o aquello a lo cual estoy más acostumbrado.

Lea también: Todo lo que el mundo me ofrece como alivio, resulta para mí una carga pesada

Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.